La humanidad se enfrenta a un nuevo desafío colectivo sin precedentes en nuestra vida. Uno de aislamiento, impulsado por la auto-cuarentena durante un período indefinido. Es un experimento social sin resultado predecible. Pero una constante en la ecuación es la arquitectura.
Con más de la mitad de la población mundial habitando ciudades o áreas densamente pobladas, miles de millones de personas residen actualmente en espacios pequeños, desconectados entre sí por ladrillos, concreto y acero. El experimento de vivienda social de los años cincuenta y sesenta creó una nueva tipología arquitectónica, que se vio agravada por una construcción social subyacente, impulsada por el capitalismo, que nos indicó que nos ocuparamos de nuestros propios asuntos. De alguna manera, durante la era de los rascacielos que siguieron, convirtió esta idea de aislamiento en un símbolo de estatus, ya que los penthouses, a los que se accede mediante ascensores privados, hoy flotan por encima de las calles de la ciudad.
Mucho antes de esta pandemia global, me volví bastante sensible a esta forma de vida bidimensional y vertical. Este estado de aislamiento, para muchos en todo el mundo, ya estaba aquí. Ya sea un apartamento de una habitación en un edificio de apartamentos anónimo, o un penthouse de vidrio dúplex en una torre alta con vista al East River en Nueva York, la vida vertical nos ha convertido en voyeurs y observadores, en lugar de participantes. Me hizo añorar los callejones sin salida de mi juventud, cuando mi madre y sus amigos silbaban desde el balcón, un llamado a la acción, una sinfonía de sonidos, un tono distinto para que cada niño volviera a casa. En muchos vecindarios se han ido las escaleras, el stickball en la calle, el altruismo que se extendió más allá del individuo al colectivo. Nuestra intención de diseño es utilizar la arquitectura para unir comunidades y crear espacios de conexión que se perdieron en las décadas de planificación urbana, donde la prisa por acomodarse tuvo prioridad sobre la necesidad de asimilarse.
Si bien el impacto de este virus en nuestra calidad de vida aún se está desarrollando, la pregunta sigue siendo, ¿cuál será el impacto futuro en la sociedad? ¿Qué huella quedará en nuestra memoria colectiva y cómo nos transformará?
Creo que la arquitectura tiene el poder de dar forma al comportamiento. Las condiciones extremas a menudo aclaran lo que de otro modo es vago o incierto. Decimos, por ejemplo, que la verdadera amistad se revela en tiempos de problemas, y que el liderazgo se mide en tiempos de angustia. La naturaleza de las emergencias es que despiertan preguntas agudas sobre nuestra forma de vida, estructura social e interacciones. Durante el 11-S, esto resultó en la necesidad de una mayor seguridad. En 2020, a medida que la ola de COVID-19 disminuya, creo que será una mayor necesidad de intimidad dentro de las comunidades.
La densidad no tiene que ser el enemigo: una comunidad bien diseñada puede ser la solución. Las aldeas europeas, con sus balcones y patios interiores y tendederos compartidos, tienen una capa de intimidad incorporada. Sé que la arquitectura tiene el poder de revitalizar las comunidades de la misma manera, incluso en una forma más moderna. Incluso una gigantesca mini-ciudad de 2 cuadras, compuesta por 1 millón de pies cuadrados, y que alberga a 4.000 residentes bajo un mismo techo, puede sentirse como un vecindario, amplio, luminoso y lleno de canciones.
¿Qué debemos tomar en cuenta de esta pandemia compartida? Una de las mayores preocupaciones de hoy es la soledad aguda y la depresión. Al pensar en la resiliencia, también debemos pensar en la resiliencia social. Como arquitecto que vive en Nueva York, siempre he puesto un gran valor en el espacio verde, el espacio interior y exterior, y una conexión con la naturaleza. Debemos abordar la calidad de la luz, el aire y la capacidad de salir e invitar a una nueva perspectiva llena de olores y sonidos. Pero se necesita más que un simple balcón para compartir tales experiencias humanas. Las personas necesitan sentirse seguras en sus hogares, tener un "territorio" común que permita a los vecinos verse y escucharse mutuamente. Si bien las comodidades se ven a menudo como una manía o una moda, los vemos como el nuevo tejido social. Los vemos como el nuevo barrio. Las paredes verdes y los patios interiores no son escaparates, son una conexión directa desde tu cerebro a los instintos diurnos e indígenas que tenemos como humanos en la tierra.
Si bien la situación causada por el coronavirus aún se está desarrollando, ciertas cosas se están volviendo evidentes. Debe haber una mejor manera de organizar nuestros hogares en nuestras ciudades cada vez más densas donde podemos disfrutar de nuestra privacidad al tiempo que reconocemos a nuestros vecinos, donde todos podemos acceder a espacios al aire libre y sentir el sol en nuestras caras. Comodidades que no están enterradas, pero que son tratadas como un lujo, que nos da la opción de participación social o tiempo aparte, que crean rincones y recreación. Esto es lo que significa el diseño inteligente en el futuro. Diseño que satisface todas nuestras necesidades, nuestros derechos humanos e instintos, que habla del todo colectivo y, por lo tanto, del bien colectivo.
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