Este relato inicia reconociendo el proyecto como una adición a la ciudad de Cuernavaca.
Dentro de un predio rodeado de árboles y la corriente de agua de un aplantle, este jardín de 7,366 metros cuadrados se extiende invitando a los habitantes cercanos y lejanos a recorrerlo, atravesarlo y vivirlo, no como un jardín privado, sino como nos recuerda Michel de Certeau, como el espacio privado que debe saber abrirse a flujos de entrantes y salientes, ser el lugar de paso de una circulación continua, haciendo de su recorrido una disposición al encuentro de objetos, gente, experiencias, palabras e ideas.
El acceso a esta narrativa se ofrece mediante cuatro entradas distribuidas en distintos puntos del predio. Al suroeste se encuentra una plaza cuyo frente se abre a la ciudad, espacio hospitalario para la confluencia urbana que recibe a sus visitantes con una escalinata que desemboca en el edificio. Desde el este se puede acceder a los talleres, con un esquema de patio central que ofrece la posibilidad de generar un programa con gran carga y sentido social vinculado al centro de barrio de Amatitlán. Desde el oeste, una pequeña escalinata ofrece un camino alternativo al de la calle Dr. Guillermo Gándara y, finalmente, desde el norte una esquina se abre hacia la riqueza arbórea del sitio.
El objetivo de crear continuidad y conexión con el jardín se traduce a gestos como la elevación del proyecto sobre un juego de columnas perimetrales para ofrecer una planta libre extendida, con un marcado carácter público, en franca relación horizontal con el contexto del jardín y la ciudad. Un segundo ademán hacia el entorno se da enterrando parte del programa para dar lugar a elementos que se integran al jardín: espejos de agua; un juego de senderos de concreto, grava y tierra que se desarrollan en torno a la vegetación preexitente; y esculturas monumentales de Juan Soriano. Es así como los visitantes habrán cruzado este gran paseo urbano para continuar su camino.
© 2024 Dossier de Arquitectura, Todos los derechos reservados